POR: GLORIA CUENCA
No sospeché nunca en mis años mozos y en mi edad adulta que me tocaría asistir a las transformaciones más complejas y difíciles de la historia, en mi apacible vida de periodista venezolana. ¿Apacible? ¿Una periodista? Por contradictorio que parezca, he tenido, al mismo tiempo que paz, una vida intensa. Los grandes cambios: ser comunista, dejar de serlo, elegir pareja, casarme, tener hijos, la profesión, ser docente, entre lo más importante de mi existencia, fueron reflexionados, largamente y con prudencia, decididos por mí. No responsabilizo a nadie más que a mí, por la intensidad, también la serenidad y por los múltiples hechos, algunos muy complicados, otros maravillosos, que ocurrieron en mi tránsito vital. Como he dicho, insistentemente, nadie sino yo, responde por mis triunfos y fracasos.
Cuando fui reportera, me tocó pasar una Navidad de guardia y el Año Nuevo libre. ¡Qué horror! Pensé, los periodistas, como los médicos, tenemos que hacer guardias. Luego vino el Carnaval y después Semana Santa; discusión permanente: quien cumpliría la guardia, en el día más complejo, por lo deseado. Con rapidez decidí, “no trabajaré como reportera, buscaré una opción que permita estar con mis hijos, en las fiestas, el día que me case”. Así fue. Como docente, en la amada Universidad Central de Venezuela, enamorada de la materia que dicté toda la vida: “Ética y Legislación de la Comunicación”. Disfruté, en familia, de los diversos momentos en donde se dan vacaciones para los alumnos: precisamente, aquellos donde los reporteros y reporteras salen a la calle, muchas veces, con gran esfuerzo, porque no son noticiosos. Mientras los docentes, remunerados decentemente, en la democracia civil, podíamos estar con nuestros hijos, esposo y demás miembros de nuestra familia. Tiempo maravilloso, ahora lo comprendo.
Me encantaron mis estudios, amé la carrera de periodismo desde el primer día, hasta el final. Me gustó pasar a ser docente, lo sentí un reto y así lo asumí, este año se cumplen, el 1º de diciembre, 60 años. Hubo quien no sabía escribir a máquina, en los primeros días, en la carrera. No fue mi caso. Tuve algún problema con fotografía, alumna del gran Juanito Martínez Pozueta. La teoría me la sabía y cuando llegó la hora de la práctica, Adolfo gran fotógrafo, me ayudó. Luego Técnica Gráfica, también un “puñal” en la teoría, (así decíamos) para poder realizar la práctica de la diagramación. Radio, TV y Cine sin problemas. ¡Gracias a Dios! Escribir fue siempre una pasión para mí, así que, lo que fue un filtro, una gran dificultad, para otros compañeros: redactar y escribir, para mí resultaba grato y enriquecedor.
Me quiero referir a mi angustia existencial, en este momento, con los ordenadores o computadoras, como quieran llamarlos. Mi hijo, de poca edad, (5 años) nos pide a su papá y a mí, que le compremos una “computadora”. Siempre adelantado e inteligente. Yo ignorante: ¿eso qué es? Padre e hijo, me explican rápidamente: “es como una máquina de escribir eléctrica, (tenía una), y además, puede hacer una serie de funciones que permiten: escribir, almacenar, guardar, organizar, alinear, corregir, modificar, y si cambias el programa se pueden hacer muchas otras cosas más”. Una maravilla, pues. Sin tener claro todavía, de qué se trataba, nos pusimos en acción. Empezamos a ver presupuestos. Sacamos la cuenta, “No podemos comprarla ahora. Concluimos. Después, reuniremos para eso”. ¿Tal vez no lo crean? este inquieto niño investigó: en el Centro comercial, más famoso de aquella época; había una tienda de computadoras, de la marca de la manzanita. Vendían computadoras u ordenadores, como dicen los franceses. Se podía comprar a plazos. Convenció a “Mamina”, abuela materna, y ella compró la primera computadora. Aprendió a manejarla, solo y, luego lo pusimos en un curso para niños, con un amiguito, a quién también considero un genio. Así los veo yo desde entonces, sorprendida en aquellos años, ahora, convencida de lo que digo.
Mi historia con el aprendizaje de la computadora, es entre cómica y triste. Prefiero no contarla ahora. Quiero, eso sí, destacar que desde el comienzo me di cuenta: “Ella manda y yo obedezco”, si no, no funciona. La computadora, es quien manda. Recordé a una amiga, quien así decía. “En esta casa hay una sola regla, yo mando, usted obedece.” Mi marido se moría de la risa: jamás hubiéramos durado 49 años de casados, bajo esa norma. Nunca hizo nada que no quisiera. A manera de broma, me decía: “Entonces, ¿tú mandas y yo obedezco?” Ambos disfrutábamos sabiendo que los dos éramos rebeldes. Cedía, casi siempre yo, por el profundo amor que le tenía. Se lo advertía:” Conste que hago esto como una prueba de mi amor”. Sonreía complacido.
El amor, ¿es autoritario? Para nada, el gran amor es muy democrático: dar y recibir constantemente, devolver permanentemente, con agrado, satisfacción y alegría: complacer al amado/a es parte fundamental de ese intercambio. La tecnología, con todos sus inventos y creaciones no es amorosa para nada. Da órdenes, manda, organiza, ¿democracia y tecnología? No son afines. Sigo con dificultades al respecto, continuo con las reflexiones y también cometo errores al trabajar con las dichosas máquinas. Resultan imprescindibles a estas alturas. ¿Quién lo diría? Finalmente, sometida a los aparatos tecnológicos, como dicen mis nietos: ¡paciencia y más paciencia! Es asunto primordial, sin duda.