viernes, marzo 29, 2024
DESTACADOPENSAR CON CRITERIOS

Justicia por encargo

¡¡Ay, hijo, si tú eras bueno!! Cuántas veces escuché esta expresión, desde que hace algo más de 30 años ejercí el periodismo de calle. Ahora retirada, no de las letras sino de la escritura de noticias, el drama de los familiares cercanos a los “abatidos” en enfrentamientos por los cuerpos policiales en mi país, Venezuela, se hace cada vez más crudo. Ya la autoridad no pronuncia primero el resonante “ALTO”, para matar. Creo que hasta muertos los rematan, con o sin testigos. Estos episodios solían antes presentarse en ocasiones, ahora son muy frecuentes. Pero lo más triste, y es a donde quiero llegar, es que se está frente a una justicia encargada a placer, la cual raya en el ajusticiamiento de muchas personas de parte de las autoridades y también de la muchedumbre enardecida, que llegan hasta quemar vivas a sus víctimas. Y digo víctimas porque, cristiana y etimológicamente, lo son, sea cual sea su crimen o culpa.

Arrodillarlos y escucharlos suplicar por un ratico más de vida, sin inmutarse al halar del gatillo, es sencillamente inhumano, aunque ese haya sido el destino de las víctimas de ese quien ahora suplica. Ahora bien, qué es lo más grave del asunto; que estén matando a inocentes o al menos no a sujetos con etiquetas de asesinos, solo por abultar sus cifras anticriminalísticas y solapar la verdadera cara del crimen, que muchas veces tiene su sede en los mismos organismos de seguridad del Estado. Señores están ocurriendo estos abusos de autoridad cada día con mayor naturalidad. Estas acciones desdicen mucho de la capacidad mental de quien ejerce acciones de autoridad en Venezuela, aunque hace unas horas los veamos cumpliendo con su sagrado deber de controlar una de las más peligrosas bandas criminales del país, como lo son la del “Koki” y “El Conejo” que mantenían en zozobra a la Gran Caracas y el estado Aragua.

Recuerdo que hace unos 20 años una madre caía al suelo colapsada ante mis ojos al recibir la noticia de que le habían matado a un hijo. Cubrí esa noticia y estuve al frente de la señora cuando lanzaba un grito agudo y doloroso cayendo desvanecida al suelo; pues resulta que tenía un par de gemelos, un Caín y Abel; uno malo y otro bueno, aunque la maldad no respondía a acciones de asesinatos sino de robo a viviendas. Resultó que la policía local avistó en una calle solitaria a quien creía era su sujeto solicitado y sin mediar palabras le disparó, cometiendo el error garrafal de asesinar al hijo bueno. Nadie pudo levantar la voz de protesta ante lo que a todas luces era una injusticia. No portaba arma, pero igual tendido a la orilla de la calle había una con seriales limados al lado de su mano. No había balas percutadas, pero se certificó que había disparado. Bueno en este teatro policial el acto está muy bien ensayado.

Pasadas dos décadas la situación sigue igual, pero se da con mayor frecuencia. Darle al equivocado, o quizás al que necesitan para destacar su trabajo, que está lleno de irregularidades y complicidades con las grandes mafias que operan en la zona, es ya un teatro montado a cuya obra principal nadie acude.

En cierta ocasión también cubrí lo que evidentemente pintaba como un linchamiento público. Los vecinos cansados de que un sujeto apodado “El Loco”, hurtara la ropa de sus tendederos y cuanta cosa dejaban en sus patios; lo atrapó, amarrándolo en un palo y dándole de golpes, lanzándole piedras y enardecida trataba de matarlo. La policía logró rescatarlo. Al acercarme para indagar sobre el caso, noté que lo registraban antes de montarlo en la patrulla todo mal herido. De sus bolsillos sacaron dos arepas que de seguro con hambre acaba de robarlas de un budare, en quién sabe de qué casa del sector. Imagino que el vecino al darse cuenta de que le faltaban las dos arepas salió enardecido a buscar ayuda para recuperarlas. Esas escenas quedaron grabadas en mi mente. Me parecieron inauditas. Esas manos algo sucias y ensangrentadas producto de las heridas en su cuerpo sacando las blancas arepas de su bolsillo, no las olvidaré jamás.

Mi recuerdo recurrente lo traigo a colación porque recientemente circuló en las redes un vídeo-basura donde se observaba una turba de “ciudadanos” linchando a un ladrón y a quien los seudoperiodistas cibernautas de las teclas, identificaban como un emigrante venezolano. Decían que había robado a una señora y que el hecho se había registrado en Perú. Pues enseguida y con el corazón chiquito, tomé el computador y comencé a buscar la noticia, no pensando en la señora sino en el cuerpo del supuesto ladrón torturado a golpes y luego prendido en fuego aún vivo. Todos grabando estos vídeos con mucho morbo la acción de justicia que ejercían este grupo de personas. Pues resulta que en mi indagación conseguí que el vídeo no era reciente sino de marzo de 2019, no ocurrió en Perú sino en Guatemala, la víctima no era una sino dos y de nacionalidad guatemalteca, pertenecían a las llamadas maras, bandas criminales y extorsionadoras que operan en esa nación, donde se registra un alto grado de criminalidad; además, uno de los agresores el que vació la gasolina sobre la víctima fue detenido. El morbo del internauta haciendo de las suyas y nosotros secundando esa situación al darla por cierta antes de investigar, la compartimos y reaccionamos a ella sin pensar en el daño que puede ocasionar, ya que si otros peruanos, ya de por sí bastante xenofóbicos, lo ven, de presentarse una situación similar, pueden adoptar esa misma actitud ante una acción delictiva.

Sean o no inocentes la justicia no es legal por mano propia. Los linchamientos y ajusticiamientos son muy recurrentes, en Venezuela y en el resto de los países del Continente sin que nadie diga nada, dejando que sean ya solo situaciones comunes. Nada importa lo que hay detrás de cada caso que se registra, y siempre el inquisidor sale airoso. Facebook, Twitter e Instagram se inundan a diario de estas escenas, unas penadas otras simplemente pasan inadvertidas ante la incapacidad de un familiar de pedir justicia, porque en la mayoría de los casos se tratan de antisociales. Volvemos a la época del Viejo Oeste donde el más diestro y el que tiene el poder y las armas actúa por cuenta propia en la aplicación de justicia.

Bueno, estos relatos los cuento solo para que miremos en nuestra alma y nos preguntemos qué nos está pasando, porqué ahora la modalidad es colocar la justicia en manos de sicarios uniformados o vecinos disfrazados de “supermanes”, para que la ejerzan. Hay que sanear las instituciones de seguridad desde adentro hacía afuera, así como controlar el morbo y alevosía de la muchedumbre enardecida que a falta de castigo oportuno está cayendo en estas prácticas ancestrales de impartir la justicia. Aunque sea una utopía estamos llamados a creer que podemos hacerlo. Al menos hay que intentar instaurar organismos de control que sepan defender el derecho a la vida y la equidad en la aplicación de justicia. El mayor fracaso de la vida es no intentar nada.

 

 

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