OPINIÓN

LA AGONÍA DE UN DIOS

 

POR: DR. ALIRIO FIGUEROA ZAVALA.

Individuo de número de la Academia de Ciencias Jurídicas del Estado Zulia.

En la actualidad estamos asistiendo a un acontecimiento fascinante y terrible: La agonía de un Dios.

A medida que la fe absoluta en el Dios del evangelio se debilitaba al promediar la edad moderna, nuevos dioses, esta vez mortales, empezaron a llenar la escena. Uno de ellos, quizás el más poderoso, fue el Estado. Los reyes absolutos decían mandar en nombre de Dios.

El llamado “Derecho divino de los reyes” fue, en realidad, un puente conceptual gracias al cual el poder de los reyes, no el de Dios, comenzó a ser exaltado. Pero el que divinizó formalmente al Estado fue el pensador inglés Thomas Hobbes, al promediar el siglo XVII, llamándolo “Leviathan” que es una voz bíblica que significa “Dios mortal”.

El referido pensador inglés escribió que los hombres recurren al Estado en demanda de la paz y el orden que ellos no pueden alcanzar. Así nació la creencia de que el Estado es algo más que los hombres, es decir, un súper hombre, un Dios mortal.

El mundo empezó a imaginar desde entonces que todo aquello que los hombres no pudieran obtener podrían encargárselo al Estado. Una larga lista de pensadores políticos desde Juan Jacobo Rousseau hasta Vladimir Lennin, pasando por Federico Hegel y Carlos Mark, cifró cada vez más la clave de la historia, la justicia y la felicidad en el quehacer del Estado.

En un agudo pasaje, escrito en 1.834, por el francés Alexis de Tocqueville, en su obra “La democracia en América”, entrevió el peligro de una nueva forma de despotismo que llamó benevolente o benigno; es decir, ya no un Estado tiránico, belicoso, si no que el Estado del futuro según Tocqueville, sería un “Déspota benigno” que iría tomando a su cargo, una por una, las funciones que antes de él cumplían los individuos.

La salud, la vejez, el empleo, la educación, etc., todas estas preocupaciones irían a parar al nuevo “Leviathan”. ¡” Que lastima – agregaba Tocqueville con amarga ironía – que no podamos transferirle incluso el esfuerzo de pensar y la molestia de vivir””. Por un largo tiempo el hombre contemporáneo creyó en el Estado – Providencial.

Tuvo fe en ese Dios mortal. Pero a medida que iba trasladando su sueño en una organización sobrehumana que todo lo resolvería, surgió ante sus ojos una imagen bien distinta. Pues, apareció no ya el Estado – Providencial, sino el Estado – Sustitutivo y castrador del hombre, que cegaba con su inmensa burocracia la fuente misma del progreso; valga decir, las motivaciones individuales.

Así fue como sucedió con el populismo, el comunismo y el socialismo que dieron nacimiento a sociedades cuyo rasgo común era la apatía del ciudadano; trayendo como consecuencia que la imaginación, el brío y la creatividad del hombre quedaban marginadas.

Cuando esto era evidente, hacia los años 40, el filósofo Bertrand De Jouvenel rebautizó al Estado con otro nombre: “El Minotauro”. Es conocido que la mitología griega cuenta que el Minotauro, fue un Dios bajo forma de toro que devoraba a sus víctimas en el interior del laberinto.

De manera que este nuevo Minotauro, según el mencionado filósofo, chupa las energías de la sociedad en su laberinto burocrático. El también filósofo inglés John Locke ya había advertido 40 años después de Thomas Hobbes que creer que el Estado podría hacer lo que los hombres no pueden hacer era partir de una premisa falsa, porque el Estado, al fin y al cabo, es el nombre que damos a un determinado grupo de hombres.

En el siglo pasado los filósofos Karl Popper y Friedrich Hayek demostraron que ningún hombre, por sabio que fuera, podría agotar la realidad social, porque ella es demasiado compleja y cambiante para que alguien pueda conocerla y controlarla. Si esto vale para cualquier hombre, nos preguntamos ¿Por qué no habría de valer para los hombres que controlan el aparato del Estado? Planificar la vida social, practicar lo que Popper y Hayek llamaron “Ingeniería Social”, quedó a partir de ellos como un acto de estúpida arrogancia.

En este orden de ideas, el economista James Buchana acabó esta tarea de desenmascaramiento del Estado para advertir, que los funcionarios que deciden en nombre del Estado están sujetos a los mismos vicios y errores que los ciudadanos privados, luego ¿Por qué habríamos de confiarles nuestro destino? Así se completó entonces, la destrucción “Conceptual” del Estado. La gente creyó cada día menos en el Dios mortal. Pero el Dios mortal está ahí, delante de nosotros. Ya no es el mito o la ilusión que era al nacer; ahora es una gigantesca realidad. Lo que sucedió en la antigua Unión Soviética, donde había penetrado la fe en el Dios mortal, fue la destrucción ya no “Conceptual” si no “real” del Estado.

El líder ruso Mijaiel Gorbachov le puso un nombre que cobró validez universal, “Perestroika”. A partir de la caída de la Unión Soviética y en general de todos los Estados que se denominaron socialistas, comunistas; la consigna fue entonces la de crucificar al Dios mortal. Pero si se logra matar al Estado, lo que puede sobrevenir es la anarquía u otra forma de gobernar a los ciudadanos.

Algunos sostienen que una de esas formas podría ser la de un gobierno integrado por un conjunto de servidores cuya meta no sea la de sustituir si no la de apoyar las inmensas posibilidades de la energía social; y, sostienen, que los pueblos desarrollados no tienen Estado, sino gobierno. Pero cabe preguntarnos. ¿Podemos vencer la resistencia de la legión de cortesanos públicos y privados que medran con el Estado? ¿Seremos capaces de vencer nuestros propios miedos a una vida en libertad, sin tutores ni padrinos? Las respuestas a estas interrogantes nos las dará el tiempo.

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