jueves, marzo 28, 2024
OPINIÓN

EL MISTERIO DEL DOMINGO

POR: PBRO. JOSÉ ANDRÉS BRAVO H.

Esta reflexión está motivada por la inquietud que me ha expresado un cristiano sobre el sentido del Domingo. Para ello dejo hablar al Papa Juan Pablo II, quien nos regala una Carta Apostólica sobre la santificación del Domingo: Dies Domini.

El mundo sería obscuro y desabrido sin la presencia humana. Pues somos sal y luz de la tierra (cf. Mt 5,13-16). El mismo Creador nos encomendó darles nombre a todas sus criaturas (cf. Ge 2,20). Eso significa que todo lo que existe nos pertenece como don divino. Todo está bajo nuestra responsabilidad. Como nos enseña el Papa Francisco, “el Creador no nos abandona, nunca hizo marcha atrás en su proyecto de amor, no se arrepiente de habernos creado. La humanidad aún posee la capacidad de colaborar para construir nuestra casa común” (Laudato S’ 13). No solo somos capaces de dar utilidad a las cosas para nuestro servicio, también nos atrevemos a crear arte y poesía, contemplando en ellas el misterio que sólo podemos encontrar con una mirada de fe. Podemos, como lo hace Andrés Eloy Blanco, contemplar una bella mirada japonesa en la rendija de una puerta. Recordar la hermosa cabellera del Principito de Antoine de Saint-Exupéry, cada vez que extasiados miramos un lindo trigal. No sólo comemos por necesidad natural, sino que también ayunamos convirtiendo la privación voluntaria en un acto piadoso que nos relaciona con Dios. Es el ser humana quien les da sentido a las cosas, descubriendo en ellas la belleza y bondad del Señor.

También el tiempo es objeto del arte espiritual de la contemplación. Existen fechas que son especiales. No es un día cualquiera cuando en él celebramos el don de la vida o algún éxito extraordinario. Quizás no siempre es un día especial para todos, puede que sólo sea para una región o para una familia en particular. También la Iglesia nos invita a celebrar durante el Año Litúrgico el Misterio Salvador de Jesucristo, desde la celebración de su encarnación y navidad en nuestra historia hasta la venida definitiva cuando establezca su reinado entre nosotros. Desde el Misterio de Jesucristo, nuestra historia se vive entre dos eternidades, desde cuando el Eterno se hace historia hasta cuando nuestra historia alcance la gloria de la eternidad en el Reino de Dios. El Papa Juan Pablo II en su Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente (TMA) destaca lo que ya San Pablo nos enseñó (cf. Gal 4,4): “En realidad el tiempo se ha cumplido por el hecho mismo de que Dios, con la Encarnación, se ha introducido en la historia del hombre. La eternidad ha entrado en el tiempo: ¿qué cumplimiento es mayor que este? ¿qué otro cumplimiento sería posible?” (TMA 9). Y remarca: “en el hombre hay una irrenunciable aspiración a vivir para siempre” (TMA 9). Esto quiere decir que nuestra historia se desarrolla entre dos eternidades.

Esto es lo que da sentido a nuestra existencia cristiana. Es que cuando Dios se hizo carne revelándose, la historia quedó preñada de su Misterio. El mismo Papa Juan Pablo II insiste que “en el cristianismo el tiempo tiene una importancia fundamental. Dentro de su dimensión se crea el mundo, en su interior se desarrolla la historia de la salvación, que tiene su culmen en la plenitud de los tiempos de la Encarnación y su término en el retorno glorioso del Hijo de Dios al final de los tiempos. En Jesucristo, Verbo encarnado, el tiempo llega a ser una dimensión de Dios, que en sí mismo es eterno. Con la venida de Cristo se inicia los últimos tiempos (cf. Hb 1,2), la última hora (cf. 1Jn 2,18), se inicia el tiempo de la Iglesia que durará hasta la Parusía” (TMA 10).

Dentro de esta dimensión sacramental del tiempo, el sábado es para los judíos el Día de Yahvé (cf. Ex 20,10; Dt 5,14). Porque, siendo el tiempo dominio de Dios, la humanidad lo recibe como don. Y, así como de todo lo recibido debe dar el diez por ciento como ofrenda, también lo dará del tiempo. Por eso, el sábado es el día ofrecido a Yahvé como su “diezmo”. Aún más, el sábado es el tiempo de Dios. El que Él mismo se escogió después de la creación para su descanso. El israelita es invitado así a imitar a Dios cuando actúa en la historia. Sin embargo, en esta ofrenda existe una dimensión humana que hace que el sábado sea para el hombre y no al revés (cf. Mc 2,27). Nos referimos a las motivaciones sociales del reposo sabático. Este derecho incluye también al esclavo y al forastero. Su fundamento teológico lo encuentra el israelita en la experiencia misma de la liberación en el éxodo. El sábado es para la liberación, memorial de la salida liberadora de Egipto y anuncio del sábado final. También nos damos cuenta de que, en una rigurosa legislación del día consagrado a Yahvé, se desvía su significado liberador, contra la que protesta Jesús. Lo que Jesús pretendió, con su intervención innovadora, es que su pueblo volviera a adquirir una visión teologal y humana de este signo de la religiosidad bíblica. Hacer el bien, practicar la caridad, es la mejor forma de vivir el sábado (cf. Lc 6,6-11).

Ahora bien, para el cristiano es el Domingo (Día del Señor) el consagrado para el descanso social y para la alabanza al Dios Salvador. Porque, si la fe judía se basa en la Alianza del Sinaí teniendo como marco histórico la experiencia liberadora del éxodo, la del cristiano se centra en la nueva y definitiva Alianza sellada por la muerte y resurrección de Jesucristo. El Domingo, primer día de la semana, es el Día de la Pascua de Resurrección del Señor, la liberación total de la humanidad reconciliada entre sí y con Dios. A este acontecimiento le dedica el Papa Juan Pablo II su Carta Apostólica Dies Domini (el Día del Señor-DD), sobre la santificación del Domingo, promulgado en la solemnidad de Pentecostés, el 31 de mayo de 1998.

Ciertamente, es un himno bellísimo sobre la significación del día de la nueva creación redimida por la victoria de la vida contra la muerte. Su exordio se presenta colmado de sentido teológico: “El Día del Señor – como ha sido llamado el Domingo desde los tiempos apostólicos – ha tenido siempre, en la historia de la Iglesia, una consideración privilegiada por su estrecha relación con el núcleo mismo del misterio cristiano. En efecto, el Domingo recuerda, en la sucesión semanal del tiempo, el día de la resurrección de Cristo. Es la Pascua de la semana, en la que se celebra la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, la realización en Él de la primera creación y el inicio de la nueva creación (cf. 2Cor 5,17). Es el día de la evocación adoradora y agradecida del primer día del mundo y a la vez la prefiguración, en la esperanza activa, del último día, cuando Cristo vendrá en su gloria (cf. Hch 1,11; 1Ts 4,13-17) y hará un mundo nuevo (cf. Ap 21,5)” (DD1). De esta forma nos ha enseñado el Papa Juan Pablo II la gran significación del Domingo como parte del Misterio de salvación. Su dimensión salvífica centrada en Cristo, abarcando hasta la vida escatológica de nuestra fe que señala el sentido mismo de la historia. Historia entendida como la victoria de la vida contra la muerte, de la gracia contra el pecado.

El primer capítulo que comparte el mismo título de esta bella Carta Apostólica: El Día del Señor, enmarca su sentido en Dios quien “por medio de la Palabra hizo todo” (Jn 1,3). En una síntesis maravillosa nos enseña la relación del sábado del pueblo de la Antigua Alianza con el Domingo de la Nueva Alianza. La relación estrecha entre “el orden de la creación y el de la salvación” (DD 12). Porque no se trata de un Dios diferente, es el Dios Creador que salva en Cristo Jesús, su Hijo amado y donado desde la encarnación hasta la cruz: “Esta presencia activa del Hijo en la obra creadora de Dios se reveló plenamente en el misterio pascual en el que Cristo, resucitado de entre los muertos: el primero de todos (1Cor 15,20), inauguró la nueva creación e inició el proceso que Él mismo llevará a término en el momento de su retorno glorioso, cuando devuelve a Dios Padre su reino…, y así Dios lo será todo para todos (1Cor 15,24.28)” (DD 8). Por eso el Domingo de la creación es el de la salvación. Es el Día de la santificación. Esta es la fiesta que los cristianos santificamos.

El segundo capítulo es cristológico: El Día de Cristo. Además, es marcadamente pneumatológico.  Centrado  en  Cristo  y  en  el  Espíritu  Santo:  presenta el  Domingo  como  el “Sacramento de la Pascua”, tal como lo llama San Agustín. Manifiesta el Misterio de Salvación que abarca también el don del Espíritu Santo. Dice: “El Domingo es pues el día en el cual, más que ningún otro, el cristiano está llamado a recordar la salvación que, ofrecida en el bautismo, le hace hombre nuevo en Cristo” (DD 25). Es el día del Sol porque Cristo es el verdadero Sol de la humanidad (cf. DD 27). Pero, “día de la luz, el Domingo podría llamarse también, con referencia al Espíritu Santo, día del fuego. En efecto, la luz de Cristo está íntimamente vinculada al fuego del Espíritu y ambas imágenes indican el sentido del Domingo cristiano… La efusión del Espíritu fue el gran don del Resucitado a sus discípulos el Domingo de Pascua. Era también Domingo cuando, cincuenta días después de la resurrección, el Espíritu, como viento impetuoso y fuego (Hch 2,2-3), descendió con fuerza sobre los Apóstoles reunidos con María… La Pascua de la semana se convierte así como en el Pentecostés de la semana, donde los cristianos reviven la experiencia gozosa del encuentro de los Apóstoles con el Resucitado, dejándose vivificar por el soplo de su Espíritu” (DD 28).

El tema del tercer capítulo es eclesiológico: El Día de la Iglesia. De ahí que la Asamblea Eucarística es presentada como centro del Domingo donde se encuentra santificado el Resucitado. Se nota, importante entenderlo, que después de enseñarnos el sentido del Domingo originario del misterio mismo de Dios que es Trinidad Santa, Comunidad Divina de Amor, nos refiera su dimensión eclesiológica: “El Dies Domini (Día del Señor) se manifiesta así también como Dies Ecclesiae (Día de la Iglesia). Se comprende entonces por qué la dimensión comunitaria de la celebración dominical deba ser particularmente destacada en el ámbito pastoral. …Entre las numerosas actividades que desarrolla una parroquia, ninguna es tan vital o formativa para la comunidad como la celebración dominical del Día del Señor y de su Eucaristía” (DD 35). El Domingo es el día de encuentro, de familia y comunidad cristiana: “La Asamblea Dominical es un lugar privilegiado de unidad. En efecto, en ella se celebra el Sacramentum unitatis (Sacramento de unidad) que caracteriza profundamente a la Iglesia, pueblo reunido por y en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (DD 36).

En el cuarto capítulo, centrado en el tema antropológico, presenta el Domingo como el día de alegría, del descanso y la solidaridad, donde la práctica de la caridad debe prevalecer, ante todo. Es el Día del Hombre (Dies Hominis). Este capítulo comienza alabando al Señor con el bello texto litúrgico de rito maronitas, cantando: “Sea bendito Aquél que ha elevado el gran día del Domingo por encima de todos los días. Los cielos y la tierra, los ángeles y los hombres se entregan a la alegría” (DD 55). Lo expresa así: “Por medio del descanso dominical, las preocupaciones y las tareas diarias pueden  encontrar su  justa dimensión: las cosas materiales por las  cuales nos inquietamos dejan paso a los valores del Espíritu; las personas con las que convivimos recuperan, en el encuentro y en el diálogo más sereno, su verdadero rostro. Las mismas bellezas de la naturaleza – deterioradas muchas veces por una lógica de dominio que se vuelve contra el hombre – puede ser descubiertas y gustadas profundamente. Día de paz del hombre con Dios, consigo mismo y con sus semejantes, el Domingo es también un momento en el que el hombre es invitado a dar una mirada regenerada sobre las maravillas de la naturaleza, dejándose arrastrar en la armonía maravillosa y misteriosa que, como dice San Ambrosio, por una ley inviolable de concordia y de amor, une diversos elementos del cosmos en un vínculo de unión y de paz” (DD 67). Esto no es otra cosa que el gozo espiritual de la salvación. Agregando el compartir en el amor, porque “¡no hay alegría sin amor!” (DD 69). El Domingo es esencialmente para en amor, la generosidad, el perdón y la amistad.

Por último, nos presenta el capítulo escatológico: El Día de los Días, el fin glorioso de la historia: “Al ser el Domingo la Pascua semanal, en la que se recuerda y se hace presente el día en la cual Cristo resucitó de entre los muertos, es también el día que revela el sentido del tiempo. No hay equivalencia con los ciclos cósmicos, según los cuales la religión natural y la cultura humana tienden a marcar el tiempo, induciendo tal vez al mito del eterno retorno. ¡El Domingo cristiano es otra cosa! Brotando de la Resurrección, atraviesa los tiempos del hombre, los meses, los años, los siglos como una flecha recta que los penetra orientándolos hacia la segunda venida de Cristo. El Domingo prefigura el día final, el de la Parusía, anticipada ya de alguna manera en el acontecimiento de la Resurrección” (DD 75).

Para culminar este extraordinario documento publicado el Domingo de Pentecostés del segundo año preparatorio para celebrar el nuevo milenio con el Gran Jubileo del Año 2000, nos dice San Juan Pablo II: “El Domingo, con su solemnidad ordinaria, seguirá marcando el tiempo de la peregrinación de la Iglesia hasta el Domingo sin ocaso” (DD 87). Pero yo me permito concluir con un llamado que nos hacen los Obispos latinoamericanos y caribeños en Aparecida (2007): “No podemos desaprovechar esta hora de gracia. ¡Necesitamos un nuevo Pentecostés! ¡Necesitamos salir al encuentro de las personas, las familias, las comunidades y los pueblos para comunicarles y compartir el don del encuentro con Cristo, que ha llenado nuestras vidas de sentido, de verdad y amor, de alegría y esperanza! No podemos quedarnos tranquilos en espera pasiva en nuestros templos, sino urge acudir en todas las direcciones para proclamar que el mal y la muerte no tienen la última palabra, que el amor es más fuerte, que hemos sido liberados y salvados por la victoria pascual del Señor de la historia” (Documento de Aparecida 548). Cada Domingo es de impulso hacía la construcción del Reino.

 

Pbro. José Andrés Bravo H.

Arquidiócesis de Maracaibo.

Universidad Católica Cecilio Acosta.

Director del Centro Arquidiocesano de Estudios de Doctrina Social de la Iglesia.

Asesor Arquidiocesano de la Acción Católica.

Encargado de la Parroquia Santa Teresita del Niño Jesús.