sábado, mayo 4, 2024
OPINIÓN

LA EPIFANÍA DE DIOS

POR: PBRO. JOSÉ ANDRÉS BRAVO H.

La Epifanía es el misterio revelado en el nacimiento de Cristo. Es la presencia de Dios en el Niño Jesús que está acostado en un pesebre, en un pueblo llamado Belén, bajo el cuidado de su joven Madre María y su Padre, el carpintero José. Es Dios, quien, con su infinito amor, se hace presente entre los pobres de la tierra. Es la fiesta de los pobres. Porque ellos son los que reciben la buena noticia y se convierten en signos reveladores del amor salvador de Cristo. En ellos, el Hijo de Dios nos trae la salvación. Por eso, si los sabios de oriente se hubiesen dejado guiar por el poder, representado en Herodes, jamás hubieran encontrado al Señor. Pero ellos se dejaron orientar por el Espíritu Santo que, por medio de la estrella de la fe, los condujo hacia la Verdad. En el rostro del niño del pesebre “resplandece la gloria y la bondad del Padre providente y la fuerza del Espíritu Santo que anuncia la verdadera e integral liberación de todos y cada uno de los hombres de nuestro pueblo” (Puebla 189).

Así ha sucedido a lo largo de la historia de la salvación, Dios se hace presente en los pobres y entre los pobres podemos adorarle y servirle. El pueblo de la primera Alianza es elegido como portador de la revelación del designio divino no por ser el más poderoso de la tierra, por el contrario, es por su pequeñez (cf. Deuteronomio 7,7). Lo mismo con las personas que Dios ha preferido asociar a su plan de salvación, a los humildes y sencillos como María que se proclama dichosa, no por sus condiciones humanas, sino porque Dios “ha mirado la pequeñez de su sirvienta” (Lucas 1,48).

Nos equivocamos al buscar a Dios Padre revelado en Jesucristo como el todopoderoso en las imágenes ostentosas, de grandeza, ideologizadas, de poderes y riquezas, que nos hacen sentir que se nos caen encima como la Torre de Babel (cf. Génesis 11,1-9). El mismo Jesús nos enseña que al Padre se le adora sirviéndole en los necesitados: hambrientos, sedientos, forasteros, desnudos o con harapos, enfermos o presos (cf. Mateo 25, 31-46). De modo que, “acercándonos al pobre para acompañarlo y servirlo, hacemos lo que Cristo nos enseñó, al hacerse hermano nuestro, pobre como nosotros. Por eso, el servicio a los pobres es la medida privilegiada, aunque no excluyente, de nuestro seguimiento a Cristo. El mejor servicio al hermano es la evangelización que lo dispone a realizarse como hijo de Dios, lo libera de las injusticias y lo promueve integralmente” (Puebla 1145).

Ningún poderoso tirano de este mundo, ni Herodes ni otros contemporáneos nuestros, buscan adorar y servir a Dios. Sólo el poder del amor que se entrega hasta el sacrificio puede reconocer la grandeza de Dios en la pequeñez del humano. Y, como lo hacen los sabios de oriente, debemos ofrecerle lo mejor de nuestra existencia: la vida rica en misericordia, la vida austera y servicial, la vida de reconciliación, la vida familiar y nuestra vocación de fraternidad.

La riqueza material (el oro), debe ser ofrecida al Dios-Niño-Pobre del pesebre. Lo hacemos en el compartir generoso con el más necesitado, para que a ninguno se le niegue el derecho del disfrute de “los bienes necesarios para una vida decorosa” (Deus caritas est 20). Además, a este Niño del pesebre, hombre auténtico, modelo de cómo debemos ser nosotros, le regalamos la mirra de la honestidad, de la responsabilidad, del amor que hace digno a la persona humana. Y con el incienso que se eleva a lo alto, le adoramos como al Dios verdadero que se solidariza con nuestras existencias y nos redime con el poder del amor.

Hoy el Papa Francisco nos invita a salir de nuestra cómoda vida individualista, indiferente ante el necesitado que encontramos constantemente por el camino histórico por donde nos ha tocado andar. Quiere que la iglesia sea realmente sacramento de salvación (Cf. Lumen Gentium 1), siendo una Iglesia pobre para los pobres, así se convierte en epifanía del Salvador. De ahí que “cada cristiano y cada comunidad están llamados a ser instrumentos de Dios para  la liberación  y  promoción  de  los pobres,  de manera  que  puedan  integrarse plenamente en la sociedad; esto supone que seamos dóciles y atentos para escuchar el clamor del pobre y socorrerlo” (Evangelii Gaudium 187). Dejémonos orientar por la estrella de la fe que nos conduce a Belén donde Dios no se revela todopoderoso, sino débil, sencillo y pobre en el portal. Los pobres son epifanía, porque ellos revelan al Dios-con-nosotros. En ellos amamos y servimos al Señor: “Les aseguro que lo que hayan hecho a uno solo de éstos, mis hermanos menores, me lo hicieron a mí” (Mateo 25,40).

Pbro. José Andrés Bravo H.

Director del Centro Arquidiocesano de Estudios de la Doctrina Social de la Iglesia. Universidad Católica Cecilio Acosta.

Arquidiócesis de Maracaibo.

 

 

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